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El escritor es un comentarista científico
En medio del aumento de las temperaturas globales y las olas de calor generalizadas, se están formando nubes de tormenta metafóricas. El mes pasado, un concejo municipal en California votó unánimemente para detener un experimento sobre una tecnología potencialmente capaz de solucionar el cambio climático.
El ensayo, que los investigadores universitarios ya habían comenzado, consistía en rociar partículas de sal marina en las nubes sobre la bahía de San Francisco. El experimento tenía como objetivo probar si hacer que las nubes sean más brillantes podría reflejar más luz solar de vuelta al espacio, y así enfriar el clima local. La prohibición por parte del Concejo de la Ciudad de Alameda sigue al abandono a principios de este año de un proyecto de la Universidad de Harvard para liberar partículas de azufre en la estratósfera sobre Suecia.
Hay buenas razones por las que experimentos de geoingeniería como estos generan controversia: el clima es complejo y podría haber consecuencias no deseadas; la perspectiva de soluciones rápidas y poco ortodoxas distrae de la reducción de emisiones; rara vez se consulta la opinión pública; la gobernanza y la rendición de cuentas parecen opacas.
Pero la falta de realización de experimentos tampoco es gratuita, dada la clara trayectoria del cambio climático y la real posibilidad de superar el límite de 1,5°C/2°C en el Acuerdo de París. Las temperaturas actuales ya están relacionadas con olas de calor más intensas a nivel mundial, según el proyecto de investigación World Weather Attribution, con pérdidas correspondientes en la vida, la salud, los cultivos, la productividad y la educación. Si el mundo no está dispuesto a reducir las emisiones ni a recopilar evidencia sobre intervenciones climáticas, entonces la única conclusión racional es que estamos en negación sobre un futuro sofocante.
El Proyecto Marine Cloud Brightening fue coordinado por la Universidad de Washington y la razón fue simple: las nubes que contienen menos partículas grandes tienden a ser menos reflectantes que las nubes con concentraciones más altas de partículas finas. Por lo tanto, el plan involucraba rociar finas partículas de sal marina en las nubes desde el USS Hornet, un portaaviones fuera de servicio, y tratar de medir el efecto de enfriamiento.
El concejo municipal expresó preocupaciones justificadas: el equipo de investigación no había obtenido permiso previo; la transparencia y la rendición de cuentas dejaban mucho que desear. Grupos de la sociedad civil advirtieron que la sal podría caer de manera impredecible, amenazando los ecosistemas, y que la eliminación de grandes volúmenes de agua marina podría dañar la vida marina, con efectos en cascada en las cadenas alimentarias, la pesca y las comunidades.
Y, por supuesto, nadie sabía si funcionaría. La semana pasada, el Instituto de Oceanografía Scripps en San Diego publicó una investigación de modelado que sugiere que el embellecimiento de las nubes podría funcionar a corto plazo pero tener efectos contraproducentes a largo plazo, aumentando finalmente el estrés por el calor.
Este es un ejemplo de “gestión de la radiación solar”, un enfoque que incluye esquemas como pintar los techos de blanco y planes a mayor escala para disparar sulfatos en la estratósfera para imitar el enfriamiento global causado por las erupciones volcánicas. Las finanzas detrás de tales proyectos también generan sospechas: algunos defensores de la geoingeniería tienen fortunas que se remontan en parte a inversiones en combustibles fósiles.
Una cosa está clara: las soluciones climáticas no pueden sustituir la reducción de emisiones. Pero seguimos en un dilema: las emisiones no están disminuyendo y la atmósfera sigue calentándose. Por eso, Pascal Lamy, presidente de la Comisión de Exceso Climático, dice que los gobiernos deberían “abrir la caja” de la gestión de la radiación solar.
Eso no significa abogar por la ingeniería climática o utilizarla a nivel global. Llenar la estratósfera con sulfatos podría ser catastrófico: la prueba es equivalente a la implementación, con el riesgo de un calentamiento repentino cuando las partículas se disipen.
Pero tenemos el deber de al menos pensar en la geoingeniería, incluso a escala regional, y de establecer un marco de gobernanza, así como de prepararnos para la posibilidad de que una nación o un individuo celoso pueda implementar la tecnología de manera encubierta para sus propios intereses.
Un escenario así, con el riesgo de consecuencias impredecibles en territorios vecinos, es el material de las pesadillas geopolíticas. El año pasado, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de los Estados Unidos inició el proyecto Sabre para caracterizar partículas en la estratósfera. Informará sobre cualquier esfuerzo futuro de geoingeniería, y debería detectar signos de implementación clandestina.
En contraste, hay mérito en la idea de un experimento a pequeña escala, bien monitoreado y controlado, con resultados compartidos abierta, global y equitativamente. Especialmente necesitamos saber si la geoingeniería es un fracaso, un último recurso que deba descartarse. Eso se sentiría como una jugada útil dada la situación de estancamiento actual.
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